Ahora hay que tomarse en serio, tragar a disgusto pero procesar, discutir y analizar que la ultraderecha es una opción válida para millones de votantes. No se trata tanto de un voto bronca, no es un voto liviano, no es antipolítico. Es densamente político, apunta a una serie de verdades que la experiencia histórica del país desnuda. Una democracia privatizada, una economía precarizada, una sociedad zombie que no encuentran asilo en la constelación de promesas que hicieron quienes protagonizaron las políticas en nombre de un estado que intervenía para igualar.
Podríamos invertir la pregunta que repetimos hasta el cansancio sesudo ¿porque votan a Milei? Y realmente indagarnos ¿porque votamos a las dos fuerzas política que dejaron tantas generaciones a la deriva? Ni el ensayo reformista y privatizador del macrismo que generó una debacle económica aterradora, ni los zigzagueos populares del peronismo que nunca entendieron eso de ir a fondo para transformar la estructura antidemocrática del mercado. Ya no cautivan y entusiasman, no sólo a los jóvenes que no quieren resignar su futuro, sino también a legiones de desencantados con las lógicas residuales de un sistema político, atrapado en sus luchas intestinas.
Milei apunta contra eso que defendemos, pero que es más un ideal que una realidad. No hay estado presente no hay soberanía monetaria, no hay igualdad de oportunidades, no hay educación publica de calidad, no hay salud para todos, no hay proyecto colectivo, se vive una precariedad permanente el estado está corrompido y ausente. La clase dirigente se mueve en otra dimensión, esta es la tragedia del último medio siglo sobre la que se asiente el programa ultraneoliberal, el relato de las potencias del individuo económico donde lo colectivo y lo estatal son un obstáculo.
Más que una salida igualitaria ese es su núcleo ideológico que ha penetrado a fondo y ahora está en centro del sistema. Puede ser espantoso, pero es real y es político.