La insoportable levedad de la tolerancia

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Si la palabra intolerancia se usa para dar cuenta de tremendos crímenes y embestidas contra los derechos humanos, su antónimo, “tolerancia”, se convierte en virtud, implica una tregua. Pero el universo sigue dividido: de un lado quedan los virtuosos que toleran, y del otro quedan los pobres tolerados. La cuestión es, ¿Quién puede o quién quiere vivir siempre en estado de tregua? Tolerar, en su etimología y en su uso, significa soportar, permitir lo que no se considera ni bueno ni justo. La tolerancia comparte con la intolerancia el mismo origen porque en ambas está la idea de que una de las partes tiene la verdad. Pero tolerancia aparece ahora mucho mejor vestida, políticamente correcta, civilizada. Cuando toleramos una práctica, una creencia o un tipo de comportamiento damos paso a algo que consideramos indeseable, falso, o por lo menos inferior. Nuestra tolerancia expresa la convicción de que, a pesar de su inconveniencia, el objeto de tolerancia debe ser dejado en paz. Cuando tolero me convierto en la regla que separa lo correcto de lo inaceptable. “Tolerar” no es lo mismo que “comprender” o “respetar”, dos palabras que ponen a unos y a otros en un mismo plano a pesar de las diferencias. En “comprender” está implícito el esfuerzo por entrar en el modo de pensar y de actuar del otro a quien se considera, potencialmente, con la misma capacidad y dignidad. Respetar también implica distinguir un elemento de igualdad en la diversidad. Se suele pedir tolerancia, pero en definitiva se trata de una negación a largo plazo.