Los hippies vinieron a cambiar el mundo, y se quedaron fumando porro en el campo o se calzaron el traje de sus padres.
Los X dijeron que ahora les tocaba a ellos y terminaron golpeando las puertas de Wall Street, o metiéndose veneno en las venas.
Los millenials aceptaron ser la nueva ola y abrieron un perfil en las redes para ser políticamente correctos, desesperados por adquirir trabajo y consumir todo lo existente.
Ahora llegan los centenials, y los viejos jóvenes no entienden que quieren con su sensibilidad extrema, sus andróginas posturas, sus consignas apocalípticas. No son vulnerables, no son inocentes, son activistas, son conscientes. Este mundo antiguo al que arribaron es una roca en llamas, un desierto sin esperanza. Millones de personas abandonadas por los gobernantes, la tierra se fríe en los desechos tóxicos de las ciudades, los hielos se derriten, las inundaciones se multiplican, los calores, los fríos se hacen más intensos, la vida silvestre desaparece, los bosques están ardiendo.
Estos jóvenes saben que no hay futuro para ellxs, si llegan a ser viejos el planeta será un caos siniestro, miran a las generaciones precedentes con desprecio ¿es esto lo que dejan? ¿es esto lo que querían? ¿Cómo mirarlos a los ojos? ¿Cómo darles alguna enseñanza? Que no sea la de asumir el fracaso estrepitoso de aquellas utopías que se convirtieron en un legado distópico, nuestras creencias tan efímeras como destructivas. Ellxs nos exigen que hagamos algo, que nos comprometamos más allá de nuestro tiempo, que seamos creativos y conscientes, que acabemos con la soberbia humano-tecnológica, que demos soluciones reales al desastre que hemos hecho. Tal vez no sea tarde, al menos para hacernos cargo y poder mirar hacia adelante, de frente a lxs que vienen.